Me persigue un pensamiento huérfano, voy, vengo y ahí está, columpiándose con su carita traviesa por entre las ramas de los árboles vecinos, por más que intento llamarle con sonrisas, con una que otra seductora trampa y más aún con una canastita de dulces de colores, me ignora, hace que ve y no ve, sonríe desde lejos como escondiendo un secreto. Entonces decido dejarlo ahí, más huérfano de oídos, boca y pensamiento, más huérfano de cuna y arrullos, más huérfano que el tejado sin romance gatuno.
Y entonces, pensamiento huérfano viene lloriqueando, con su carita bañada en pena, con sus ropas deshilachadas y sus zapatitos al revés, se acerca y se esconde atrás de la taza de mi café frío y se tira panza abajo a sollozar. Me parte el alma, se me aprieta el corazón y vuelvo a mirarle con la indulgencia más tierna y lo intento acariciar. Entonces, cierra los ojos, suspira intermitentemente, se limpia los mocos y las lágrimas y me mira de frente. Nos miramos fijamente. Se tapa los ojos, abre un poco la boca, la vuelve a cerrar, me da la espalda y avanza... sin decirme nada, sin volver a mirarme, sin siquiera decirme su nombre. Se va.
Y me quedo aquí, buscándolo con la sensación más huérfana y nostálgica del día. Intentando reconciliarme con mi mesura, deseando íntima y profundamente, que regrese y me diga entre balbuceos...
"Cuanto te extraño,vida mía"...